Los Derechos Colectivos o Diferenciados: una aproximación a su estudio desde el caso ecuatoriano Imprimir
Escrito por Eduardo Almeida Reyes   
Lunes, 29 de Octubre de 2007 14:19
ANTECEDENTES

Los derechos colectivos o de grupo en el escenario de América Latina tienen una motivación histórica asociada a la existencia de pueblos nativos que no obstante haber sido incorporados a los estados nacionales, permanecieron completamente alejados de estas realidades políticas. La independencia de las colonias españolas trajo consigo el nacimiento de repúblicas soberanas, aunque pobres y atrasadas, con el ideal de construir un futuro de esperanza para estas sociedades, bajo una visión exclusivamente criolla.

En países como Ecuador, Perú o Bolivia, el componente demográfico está fuertemente definido por la herencia indígena, que por supuesto nunca participó en el diseño y estructura de los estados nacientes. Lo indígena no solo conlleva una carga de diversidad étnica y cultural en el pueblo, sino también una riqueza de formas de ver el mundo, de aprenderlo y convertirlo en residencia de mitos, dioses y divinidades. Ecuador, igual que otras sociedades de América todavía no ha construido el andamiaje ideológico y jurídico que permita que todos sus habitantes se sientan incluidos en el proyecto de nación y tengan las mismas oportunidades y derechos. La prueba de esta realidad la constatamos en el agitado ambiente político que han provocado los movimientos indígenas en los últimos treinta años, reclamando su reconocimiento como sociedades distintas, derechos de autogobierno y mayor participación en las decisiones de los estados.
La población indígena en América es considerada como “minoría nacional”, aunque demográficamente representa cifras importantes:

Tabla 1. Población indígena en Latinoamérica
ÁREA % DE POBLACIÓN INDÍGENA
Meseoamérica 18. 73
Andina 17.32
Amazonía 2.15
Cono Sur 1.35
Caribe 0.16
Fuente: Pueblos de Abya Yala, Quito, 2001.

El problema indígena, no obstante la persistencia en el tiempo y los impactos en la sociedad, ha sido pacífico, no ha provocado la lucha sangrienta como ha ocurrido en otras latitudes del mundo (Máiz, 2004: 129). Si bien las reivindicaciones clasistas son justificadas y demandan atención del Estado, no se han convertido en causa de enfrentamiento étnico. Han servido, eso sí, para levantar el valor de las raíces ancestrales, para dignificar su cosmovisión y servir de fuerza interior, que congrega, que une a los pueblos que reclaman una mayor participación en la vida democrática de los estados.

El Ecuador, desde el levantamiento indígena de 1990, se ha convertido en punto de interés de científicos sociales e investigadores. Antropólogos y sociólogos constatan y experimentan una realidad, la analizan y publican sus apreciaciones o las ponen en los medios de comunicación. Contrastando esta información con la que procede del ámbito internacional, se comprueba que el problema de la diversidad cultural y lingüística y las reivindicaciones de los nacionalismos, también lo viven países del primero mundo. El más conocido de todos y que puso nombre propio a estos reclamos, es Canadá, que adoptó una serie de políticas, hoy llamadas multiculturales, para evitar la presión secesionista de Québec. Otros ejemplos constituyen los nacionalismos de Irlanda, Cataluña y el País Vasco. El análisis de esta problemática contemporánea ha llevado a redefinir conceptos que se daban por inmutables, como la nación y el nacionalismo, la ciudadanía, los derechos ciudadanos y el papel del Estado en el convivir de una sociedad que cada día acentúa su identidad cultural y soporta los cambios de la modernidad, como la movilidad de las poblaciones, generalmente de los países pobres hacia los países ricos y desarrollados.

El tema de la diversidad étnica y sus reivindicaciones políticas están en el ideario de las organizaciones indígenas (CONAIE, Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador, 1989; 2001) y en estudios de las ciencias sociales (Ibarra, 1992; Almeida, Arrobo y Ojeda: 2005). Desde que se tomó conciencia de la gravedad del problema a finales del siglo XIX, el tema indígena ha sido tratado por el Estado en el contexto de las condiciones socio-económicas de la coyuntura histórica. Ha transcurrido más de un siglo de la Revolución Liberal que intentó eliminar las formas de trabajo servil del indígena, que eliminó la prisión por deudas, el diezmo y el concertaje, pero el problema de fondo no ha sido superado. La inclusión de los descendientes de los pueblos nativos en la sociedad nacional, sigue latente como una aspiración que no termina de cumplirse.

LEGITIMIDAD DE UNA NACIÓN

Si los denominados derechos de grupo o derechos diferenciados constituyen una suerte de beneficios asignados a segmentos de población considerados desaventajados, social o económicamente, o diferentes por cuestiones etno-culturales, es necesario establecer el contexto histórico en el cual se ha generado ese estado de desventaja o exclusión. Mirando el conjunto de derechos de grupo que se refieren a cuestiones etno-culturales, es claro constatar que el nacimiento de las repúblicas hispanoamericanas a comienzos del siglo XIX, marca el comienzo de la exclusión jurídicamente intencionada en los tiempos contemporáneos. Las nacientes repúblicas fundadas en antiguos territorios indígenas convertidos en posesiones coloniales, diseñaron un modelo de Estado que respondía a las prácticas ideológicas y políticas de la época. La idea de legitimar la existencia de los nuevos estados paso por la aplicación de un conjunto de valores que representaban la ideología de los nuevos actores sociales como en efecto fueron las clases criollas y mestizas. En el proceso de consolidar las instituciones gubernativas, jamás paso por la mente la idea de incorporar a los indígenas en la toma de decisiones. El mismo Libertador Bolívar calificó a los indios como seres apacibles, que no pretenden la autoridad, “porque ni la ambiciona, ni se cree en aptitud de ejercerla, contentándose con su paz, su tierra y su familia” (en Ayala, 1983: 55). Esta concepción etnocéntrica de la sociedad de la época, no solo que se aplicó en lo que hoy es el Ecuador, sino que fue una práctica común en la región, por cierto sustentada en unos valores ideológicos que nacieron bajo el impulso de la Ilustración, que se convirtió en la fuente de inspiración de innumerables criollos americanos para avizorar un incipiente sentimiento de patria, no obstante sentirse partícipes y defensores de la monarquía. Esta idea, sumada a la defensa del valor de la educación como medio para superar el atraso y la semi-barbarie en la que vivían las sociedades de finales del siglo XVIII, se advierte como pensamiento precursor en dos personajes de la época, que sentaron las bases y sustentaron el ideario de libertad política de las colonias hispanoamericanas. En el caso de la Audiencia de Quito, dos ilustrados súbditos influenciaron con sus obras el derecho de reconocer la existencia de un ente político antiguo (El Reino de Quito), sobre el cual se expandió el Estado Inca y posteriormente el dominio español a través de la Audiencia. El historiador Juan de Velasco defendió la idea de la continuidad histórica de esa raíz primigenia aborigen, que fue la base para la creación de nuevas estructuras políticas, que para la época se hallaban bajo la autoridad de la monarquía. El otro personaje y conocedor de la historia de Velasco, Eugenio de Santa Cruz y Espejo, fue un mestizo que participaba de la idea de fundar una Sociedad Patriótica que contribuyera a superar el estado de pobreza, abandono y miseria que vivía el pueblo de Quito y su territorio. El nombre de Sociedad Patriótica utilizado para identificar a esta agrupación bienhechora fue repetido en la inauguración realizada en el Aula Mayor de la Universidad, a la que concurrió “la nobleza de uno y otro sexo, y el pueblo todo con espíritu de patriotismo y esperanza de su resurrección” (en Guerra, 1981: XVI).

“Patria”, para este tiempo, no puede sino ser entendida como terruño de origen, conformado por individuos con sentido de pertenencia, que ante la postración económica que soportaban, esperaban que su fuerza interior les condujera a la resurrección, entiéndase, superación de los graves problemas de la sociedad.

Esta “patria” que se avizoraba en las mismas fronteras administrativas coloniales se convirtió en nación cuando en 1824 las fuerzas militares criollas lideradas por Simón Bolívar, terminaron con el último reducto realista en la Batalla de Pichincha. Para Bolívar, el proyecto político en construcción partía del reconocimiento de sus actores. En sus palabras:
No somos - dijo - ni indios ni españoles, somos una suerte de intermediario entre los legítimos dueños del país (es decir los indios) y los usurpadores españoles (en Gros, 2002: 129).
La legitimidad del proceso de independencia de las nuevas naciones bolivarianas se fundamentó en los postulados de la Revolución americana y francesa que justificaron sus aspiraciones con el ideal de construir una sociedad de pueblos libres, iguales y fraternos. Una declaración de tan alto alcance moral para la realidad de las colonias recién liberadas era un verdadero desafío, una utopía completamente alejada de la situación social, cultural y económica que se vivía en las colonias (Ibíd. 130). Construir nuevas naciones en territorios de otros como lo advirtió desde sus inicios el Libertador, exigía encontrar la fórmula para legitimar la continuidad histórica de las naciones prehispánicas indígenas, que en el caso del Ecuador, se fundamentó en el Antiguo Reino de Quito, cuya reconstrucción histórica la debemos al jesuita riobambeño Juan de Velasco.

En efecto, si revisamos el contenido de la Primera Constitución Política (1830), en su artículo 6 se define que el territorio de la república lo integran los tres departamentos “en los límites del Antiguo Reino de Quito”, desconociendo el dominio territorial de la Audiencia, que llegó a limitar, incluso, con las posesiones portuguesas (Paladines, 1983: 200).

Los criollos que fundaron el nuevo Estado en un espacio geográfico de antiguo dominio indígena, a la hora de organizarlo y establecer sus instituciones no tomaron en cuenta a los indígenas en esta tarea. Más bien, considerando su condición de seres sujetos de tutela, fueron encomendados a los curas párrocos, “excitando su ministerio de caridad a favor de esta clase inocente, abyecta y miserable” (en Trabuco, 1975: 33). La tesis de la inferioridad y degeneración de la raza americana fue ampliamente defendida y difundida en Europa en el siglo XVIII por escritores como Cornelius de Pauw y William Robertson, que presentaron un cuadro en el que el nuevo mundo era notoriamente inferior a Europa por estar habitado por nativos “degenerados, envilecidos, débiles y afeminados” (Trabulse, 1996: 79). Esta concepción de lo indígena se sustentó en el pensamiento aristotélico del esclavo natural descrito en su “Política”, en la que aborda la relación amo / esclavo basada en la obediencia despótica. El esclavo es un hombre que por falta de razón, capacidad de iniciativa e independencia física y mental debe estar sometido a las normas dictadas por el amo (en Aristóteles, 2004; 124, 125.). La decisión de encargar el cuidado de los indios a la Iglesia Católica se consideraba una acción de virtud cristiana que tenía también, como última finalidad, cambiarles la cultura e insertarles en el mundo blanco mestizo a través de un proceso de asimilación por la vía de la evangelización.

La gran paradoja del Ecuador es que siendo un Estado que apeló a la existencia de un ente político prehispánico para dar legitimidad al acto fundacional, haya tenido que marginar completamente a los indígenas en el proceso de su construcción. Han transcurrido más de 170 años de vigencia del Estado-nación Ecuador y todavía se mantiene la exclusión del mundo indígena de un modelo de desarrollo que ha priorizado el medio urbano blanco-mestizo, dejando en abandono el rural indígena y campesino. Sistema que, a través de una acción integradora de la sociedad, se encargó de afianzar una identidad basada en la trilogía de una sola nación, una sola lengua y una sola cultura. Esta visión monoétnica de la sociedad ecuatoriana apenas si empieza a cambiar en la década de los años 70, cuando los movimientos indígenas irrumpen en el escenario nacional con voz y discurso propios. Las movilizaciones indígenas en el Ecuador, igual que en el resto de América Latina, se explican como un reflejo del conflicto de identidades entre la sociedad hegemónica y las minorías étnicas. Las primeras, reafirmando los valores de la cultura blanco-mestiza, mientras que las segundas, los valores de origen ancestral. Pero el conflicto está marcado transversalmente por la inequidad social, la injusticia, la exclusión y la pobreza concentrada principalmente en los pueblos aborígenes.

EL MOVIMIENTO INDÍGENA Y SUS REIVINDICACIONES

El movimiento indígena en el Ecuador contemporáneo ha pasado por varias etapas en su proceso organizativo, desplegando, igualmente, aspiraciones de muy distinto contenido ideológico. En sus comienzos, la organización indígena surge con el auspicio de la Iglesia Católica, que se involucra en la defensa de las causas sociales como respuesta a la Teología de la Liberación y como contrapeso a la incidencia de los movimientos de izquierda que llegan a considerar estos reclamos como propios. En este contexto, la ideología del movimiento indígena estaba orientada hacia las reivindicaciones clasistas. Se organizan, luchan y reclaman el acceso a la tierra, mejores salarios en el trabajo agrícola, mejores condiciones de vida. Este discurso, que en algún momento fue considerado por los partidos de izquierda como el germen de la lucha revolucionaria, no prosperó. Un intento de incorporación nativista a una lucha guerrillera se experimentó en Bolivia en la década de los años 70 bajo la guía de Ernesto “che” Guevara. Pasada esta época y superado el período de gobiernos militares en el Ecuador, los movimientos indígenas, sin dejar de reclamar reivindicaciones clasistas, se alinearon por los reclamos de contenido etnicista, buscando una revalorización de sus identidades aborígenes.

A partir de los años 80 se acentúan las movilizaciones a nivel local y nacional y se logra estructurar un discurso que va más allá de la protección de sus valores culturales. Se proclama, entre otras aspiraciones, la necesidad de que la sociedad nacional sea reconocida como multinacional, multiétnica y plurilinguística. ” (CONAIE, 1989: 313). Esta propuesta parte del reconocimiento de que la población del Ecuador está integrada por pueblos indígenas agrupados en trece nacionalidades, pueblo afroecuatoriano y pueblo hispanoecuatoriano (CONAIE, 2001: 1). De las 13 nacionalidades indígenas, la quechua evidencia la mayor densidad demográfica en la Sierra y la Amazonía, puesto que el resto, están integradas por grupos que si bien conservan algunos rasgos de identidad nativa, son muy reducidos en sentido demográfico y se hallan en procesos de inclusión por la fuerza de la aculturación a la que están sometidos por la sociedad mestiza dominante. Cada uno de estos grupos está ocupando territorios compartidos o únicos. En este último caso, las etnias de la Amazonía y de la Costa, están territorialmente concentradas, mientras que en la Sierra la población indígena está mayoritariamente insertada en el medio urbano y rural, también de presencia blanca-mestiza.

El Estado, desde hace varios años, permanentemente ha negado la posibilidad jurídica de declarar al Ecuador como un Estado plurinacional, toda vez que desde el punto de vista de la tradición constitucional ecuatoriana, esta modalidad contraviene con el principio histórico de la unidad del Estado, derivado del reconocimiento de una sola nación, la descrita por Juan de Velasco en el siglo XVIII. No obstante la permanencia de este postulado a lo largo de la vida republicana, la Constitución vigente reconoce la diversidad cultural y étnica de sus ciudadanos (Constitución Política de la República del Ecuador, 1998: Artículo 1, 33):
El Ecuador es un Estado social de derecho, soberano, unitario, independiente, democrático, pluricultural y multiétnico (...) El Castellano es el idioma oficial. El quichua, el shuar y los demás idiomas ancestrales son de uso oficial para los pueblos indígenas, en los términos que fija la ley.
La trayectoria del problema indígena ha sido analizada desde diferentes perspectivas, ya sea desde el mismo punto de vista indígena, cuanto también del mestizo. En este último caso, los fundamentos históricos, sociales y económicos de la situación de marginalidad han sido tratados como tema crítico de la época contemporánea. (Cf. D. Iturralde, “Nacionalidades indígenas y Estado Nacional”, en Nueva Historia del Ecuador, Volumen 13, 1995, pp. 9-40). La negativa oficial a aceptar el modelo de Estado multinacional, en parte se explica porque “Quienes toman las decisiones políticas en el país no aceptan tal concepto porque lo entienden como un intento de secesión, por más que desde las perspectivas de los indígenas implique solo autonomía regional o funcional y pluralismo en el poder político del mismo Estado” (Almeida, 1995: 44).

El movimiento indígena radicalizó sus posiciones cuando el Estado entregó una zona virgen de la amazonía, habitada por el pueblo quechua de Sarayaku, para exploración petrolera. Esta decisión motivo el levantamiento de julio de 1990, en el que más de 40 000 habitantes amazónicos marcharon en dirección a Quito para reclamar la ley de nacionalidades y la declaratoria del Ecuador como Estado Plurinacional. Este enfrentamiento terminó con la mediación de la Iglesia Católica y con el compromiso del gobierno de estudiar un petitorio de 16 puntos, conocido como el Acuerdo de Sarayaku, el mismo que no fue aceptado, entre otras razones porque significaba la desmembración del 90 % del territorio de una provincia amazónica, el retiro de las FF. AA y la inaplicabilidad de la legislación ecuatoriana en estas áreas (Ojeda, 2005: 186).

Un nuevo proceso de negociación se inició en el año 2003, en el marco constitucional de los derechos colectivos.

No obstante los avances políticos de contenido étnico logrados en la última Constitución, el reclamo y la movilización han continuado. El mayor logro político del movimiento indígena fue la aprobación de 15 derechos de grupo en la Asamblea Constituyente de 1987, cuyos mandatos están en la Carta Magna en los artículos 83, 84 y 85 y tienen que ver con temas de identidad cultural y lingüística, territorialidad, aplicación de la justicia tradicional, participación en el desarrollo y en los organismos oficiales.

DERECHOS COLECTIVOS VIGENTES

Artículo 83. Los pueblos indígenas, que se autodefinen como nacionalidades de raíces ancestrales, y los pueblos negros o afroecuatorianos, forman parte del Estado ecuatoriano, único e indivisible.

Artículo 84. El Estado reconocerá y garantizará a los pueblos indígenas, de conformidad con esta Constitución y la ley, el respeto al orden público y a los derechos humanos, los siguientes derechos colectivos:
  1. Mantener, desarrollar y fortalecer su identidad y tradiciones en lo espiritual, cultural, lingüístico, social, político y económico.
  2. Conservar la propiedad imprescriptible de las tierras comunitarias, que serán inalienables, inembargables e indivisibles, salvo la facultad del Estado para declarar su utilidad pública. Estas tierras estarán exentas del pago del impuesto predial.
  3. Mantener la posesión ancestral de las tierras comunitarias y a obtener su adjudicación gratuita, conforme a la ley.
  4. Participar en el uso, usufructo, administración y conservación de los recursos naturales renovables que se hallen en sus tierras.
  5. Ser consultados sobre planes y programas de prospección y explotación de recursos no renovables que se hallen en sus tierras y que puedan afectarlos ambiental o culturalmente; participar en los beneficios que esos proyectos reporten, en cuanto sea posible y recibir indemnizaciones por los perjuicios socio-ambientales que les causen.
  6. Conservar y promover sus prácticas de manejo de la biodiversidad y de su entorno natural.
  7. Conservar y desarrollar sus formas tradicionales de convivencia y organización social, de generación y ejercicio de la autoridad.
  8. A no ser desplazados, como pueblos, de sus tierras.
  9. A la propiedad intelectual colectiva de sus conocimientos ancestrales; a su valoración, uso y desarrollo conforme a la ley.
  10. Mantener, desarrollar y administrar su patrimonio cultural e histórico.
  11. Acceder a una educación de calidad. Contar con el sistema de educación intercultural bilingüe.
  12. A sus sistemas, conocimientos y prácticas de medicina tradicional, incluido el derecho a la protección de los lugares rituales y sagrados, plantas, animales, minerales y ecosistemas de interés vital desde el punto de vista de aquella.
  13. Formular prioridades en planes y proyectos para el desarrollo y mejoramiento de sus condiciones económicas y sociales; y a un adecuado financiamiento del Estado.
  14. Participar, mediante representantes, en los organismos oficiales que determine la ley.
  15. Usar símbolos y emblemas que los identifiquen.
Fuente: Constitución Política de la República del Ecuador, 1998, Quito.

La población beneficiaria de estos derechos esta conformada por 13 “nacionalidades” indígenas asentadas en las tres regiones del país:
Amazonía: Achuar, A'I Cofán, Huaorani1, Kichwa, Siona-Secoya, Shiwiar, Shuar, y Zápara
Costa: Awá, Chachi, Epera y Tsa’chila
Sierra: Kichwa
(1) Tres grupos de esta etnia, Tagaeri, Taromenane y los Oñamenane, se mantienen sin contacto con la sociedad nacional por voluntad propia y habitan en la región selvática de las provincias de Orellana y Pastaza (SIISE, Sistema Integrado de Indicadores Sociales del Ecuador, 2003).

De acuerdo a las instituciones del Estado que manejan el tema indígena como el Frente Social (Ibíd.), “el concepto de nacionalidad no es sinónimo de nación, ni se contrapone a ella, la nación es una categoría del Estado, que implica sentido de pertenencia a un territorio soberano, mientras que la nacionalidad alude a la unidad histórica, de lengua, cultura y formas propias de ejercicio social, lo que implica que en una nación pueden existir una diversidad de nacionalidades, sin afectar su soberanía y su existencia como unidad”. A más de las nacionalidades, el Estado reconoce la figura de “pueblo indígena” para identificar a las "colectividades originarias, conformadas por comunidades o centros con identidades culturales que les distinguen de otros sectores de la sociedad ecuatoriana, regidos por sistemas propios de organización social, económica, política y legal" (Ibíd.).

Una interpretación de la “nacionalidad” como la manejada por el Frente Social deja una sospechosa utilización normativa que se justifica para ajustar las disposiciones constitucionales de la diversidad étnica con la intencionalidad de las organizaciones indígenas de reivindicar su derecho a ser reconocidos como naciones. La nacionalidad es una consecuencia de la pertenencia a una nación organizada en un Estado, que para el caso ecuatoriano, es unitario. Si se reconocen dos o más nacionalidades, de facto se están reconociendo la existencia de igual número de naciones, que si no poseen su propio Estado, en algún momento lo van a reclamar como un derecho legítimo. Desde este mismo punto de vista, el “pueblo”, en su sentido genérico, es un componente del Estado, es el colectivo nacional en el cual descansa la titularidad de la soberanía. Admitir que la diversidad del ethnos sea equiparable a las condiciones de “pueblo”, en el ámbito normativo significaría que hay varios titulares colectivos de soberanía. La nacionalidad entendida como concepto jurídico “ha de ser vista como el vínculo legal que une al individuo con un ordenamiento jurídico soberano, integrándole en el colectivo estable y permanente de súbditos, mientras que la ciudadanía, por su parte, se debe concebir como una pluralidad de situaciones jurídicas a través de las cuales el ordenamiento permite la integración del individuo en diversas esferas de comunicación social, jurídicamente regladas” (Benito, 2005: 14). El Frente Social, adoptando unas interpretaciones muy particulares, por decir lo menos, reconoce que hay varios “pueblos”, que no son más que los grupos étnicos o remanentes de las sociedades aborígenes originarias, pero que igual que el resto de la sociedad, son ciudadanos del Estado. Si los términos “nacionalidad” y “pueblo” son utilizados en cuanto categorías antropológicas u objetivas, son realmente inofensivos en el campo moral. Pero si se los admite como categorías normativas, sin duda que su uso, aceptación y registro en cuerpos legales conlleva unas consecuencias de legitimidad política.

La aplicabilidad de los conceptos “nacionalidad” y “pueblo” como lo entiende el Frente Social, pasa por la identificación de estas categorías en la sociedad. Una metodología utilizada en los últimos años consistió en la incorporación de una pregunta de contenido étnico en el Censo de Población (INEC, 2001), que registró a los habitantes por su pertenencia étnica:

Tabla 2. Población del Ecuador por autoidentificación étnica
GRUPO N %
Indígena 830 418 6.83
Negro 271 372 2.23
Mestizo 9 411 890 77.42
Mulato 332 637 2.74
Blanco 1 271 051 10.46
Otro 3 924 0.32
Total 12 156 608 100

Estos datos son considerados los más actualizados y fieles con la realidad. Sin embargo, hay autores (Ojeda, 2005: 158) que ponen en duda la baja densidad demográfica del sector indígena, entre otras razones porque es difícil identificar qué es ser indígena en grupos humanos que están perdiendo su idioma materno, o porque esconden su identidad por la tradicional discriminación blanca-mestiza. También se puede argumentar que la voluntad de reconocerse como mestizos en lugar de indígenas, puede ser un indicio del proceso de inclusión voluntaria al que están abocados.

LEGITIMIDAD DE LOS DERECHOS COLECTIVOS

Para centrar el tema de análisis conviene advertir que siendo un campo de estudio muy amplio por la diversidad de actores a los que están dirigidos los derechos de grupo o también llamados diferenciados (inmigrantes, minorías nacionales, naciones sin estado, pueblos indígenas, gays, lesbianas, etc.), en el presente caso abordamos únicamente el contexto de derechos colectivos de pueblos indígenas o minorías nacionales, que se definen como “aquellos grupos que formaban sociedades operativas con sus propias instituciones, cultura y lengua, concentradas en un particular territorio, antes de quedar incorporadas a un Estado mayor” (Kymlicka, 2003: 103). Pueblos indígenas o minorías nacionales existen en todo el continente americano, desde Alaska a Tierra de Fuego. En América Latina representan aproximadamente cuarenta millones de habitantes y constituyen la población más pobre del mundo (Máiz, 2004: 129). Esta claro que la política de los estados nacionales, desde su fundación, ha sido actuar en la línea de la asimilación de estos grupos a la sociedad mayor. Este proceso literalmente ha fracasado o está incompleto, puesto que los indígenas no han terminado de asimilarse o prefieren autogobernarse por las normas de sus propias culturas. Esta dualidad del problema ha generado un conflicto que tiene a dos actores con diversos frentes: Estado / minorías nacionales; identidad indígena / identidad blanca-mestiza; riqueza / pobreza; exclusión / inclusión. La solución de este conflicto no se ha superado por la existencia de instrumentos jurídicos internacionales, como la Declaración Universal de los Derechos Humanos y tantas otras resoluciones de la ONU que tienen que ver con el autogobierno y los derechos culturales. Es un problema que debe solucionarse en el marco jurídico de cada Estado, apelando a la búsqueda de fórmulas que satisfagan a sus actores. Entre esas fórmulas están las políticas multiculturales aplicadas por primera vez en Canadá para superar el intento secesionista de Québec, considerado pueblo fundador del Estado pero de habla francófona (Torres Pérez, 2004: 66). Los derechos de grupo se inscriben en las políticas del multiculturalismo orientadas a atender las demandas de los pueblos considerados minoritarios en los Estados actuales. Por cierto que existen otras políticas que no necesariamente pasan por la aprobación multiculturalista. La más importante es sin duda la de tratar a los individuos por sus vínculos con el Estado por su condición de ciudadanos, antes que por su pertenencia étnica, lingüística o cultural. En este caso la tolerancia a la pluralidad de las sociedades no acepta la política de la diferenciación.

Los derechos colectivos existen en la legislación del Ecuador y en otros estados occidentales (Colombia, México, Bolivia), pero no por ello se ha dejado de analizar y discutir su legitimidad. La pregunta de fondo que exige su revisión está en saber los argumentos morales a favor o en contra de estos derechos y saber como se relacionan con los principios de la democracia liberal (Kymlicka, 2003: 29).

En la teoría general de los derechos, (Hierro, 2002: 32) éstos se definen como libertades, inmunidades, pretensiones y potestades que corresponden a todo ser humano para realizarse como sujeto moral y cuya satisfacción es necesaria para justificar el origen y la existencia de todo sistema jurídico. Desde el punto de vista normativo, los derechos regulan la conducta humana no solo mediante su disfrute sino también del cumplimiento de sus correlativas obligaciones: la obligación de abstenerse de interferir en la libertad ajena, la obligación de satisfacer la pretensión del otro, la sujeción a una potestad y la incompetencia para ordenar la conducta del otro (Ibíd. 38).

Los derechos humanos son derechos subjetivos morales que deben ser protegidos por una normativa jurídica, que debe considerar dos restricciones básicas: no toda aspiración, deseo, necesidad o interés relevante de un agente humano puede considerarse como derecho humano, sino únicamente aquellas libertades, inmunidades, pretensiones y potestades que pueden instrumentarse normativamente. Es decir que se excluye cualquier pretensión imposible de satisfacer. Tampoco los derechos subjetivos son todas las posiciones que jurídicamente puedan instrumentarse, sino solo aquellas que tienen una característica moral, “que son condición necesaria para que una persona, un ser humano, pueda desenvolverse como agente moral en el contexto dado” (Ibíd. 39).

La voluntad de acción de los seres humanos consignada en los derechos conduce a considerar a éstos como fundamento legitimador de todo sistema jurídico, porque parte del reconocimiento del valor moral de la autonomía del ser humano.

De lo anterior se desprende que los derechos subjetivos están dirigidos a regular la conducta de un sujeto moral como ser autónomo siempre y cuando se encuentren instrumentados jurídicamente. Si la teoría de los derechos ha sido desarrollada partiendo del paradigma de que éstos están orientados a los individuos y no a las colectividades, se descubre un conflicto a la hora de aplicarlos en grupo. La individualidad de los sujetos es condición necesaria de toda relación jurídica. “Lo determinante para calificar a una relación como jurídica no son las personas físicas que se relacionan sino las voluntades de las que son portadoras. La relación entre el amo y el esclavo es una relación entre dos seres humanos pero no es una relación jurídica. Para que exista una relación jurídica es necesario que exista un acuerdo de voluntades” (Pérez Royo, 1998).

El análisis de este problema ha sido abordado desde diferentes perspectivas. En la Filosofía Política se ha extremado el debate teórico entre el liberalismo y el comunitarismo, propiciando el alineamiento de autores que pueden estar de acuerdo en la necesidad de protección para los grupos diferentes, pero no en la forma de hacerlo. La revisión de este debate resulta altamente enmarañado a no ser que se adopte un esquema o estructura analítica determinada, como ha propuesto Rodríguez Abascal (2002) y que consiste en someter el estudio de los derechos de grupo al examen de tres variables: conceptual, normativa y práctica. Otro camino en la misma dirección reconoce que en el tema de los derechos colectivos se deben anotar tres problemas: claridad terminológica y categórica, legitimación y aplicación jurídica (Vitale, 2004: 227). Siguiendo el criterio del primero, encontramos que:
  1. Lo conceptual permite profundizar el análisis respecto al titular de derechos: únicamente el individuo, o el individuo y las colectividades.
  2. La variable normativa esta dirigida a establecer la importancia moral de los grupos humanos (pueblos indígenas) o la circunstancia en la que se encuentran como para justificar la asignación de derechos de grupo.
  3. La variable práctica permite analizar los requisitos que deben cumplir las colectividades beneficiarias de esta clase de derechos y los conflictos que se descubren a la hora de aplicarlos.
VARIABLES DE ANÁLISIS DE LOS DERECHOS COLECTIVOS DE ECUADOR

Los 15 derechos colectivos vigentes en el Ecuador conceden beneficios exclusivos a los pueblos indígenas en aspectos muy puntuales:

Tabla 3. Derechos colectivos por área de aplicación.
ÁREA DEL DERECHO COLECTIVO NÚMERO DE DERECHOS
Identidad cultural 7
Territorio 5
Justicia 1
Política 1
Desarrollo 1

Aplicando la metodología expuesta en páginas anteriores, sometemos estos 15 derechos a las variables conceptual, normativa y práctica.

Variable conceptual.
Si partimos del reconocimiento de que la legitimidad de los derechos se basa en la existencia de un agente moral a quien atribuírselos y que siempre será un individuo en cuanto ser autónomo, se concluye que de plano los derechos de grupo son ilegítimos. No obstante se puede encontrar un camino, dice Rodríguez, para titularizar al grupo como agente de derechos. Se lo puede hacer mediante dos formas: estableciendo la voluntad colectiva, ya sea por medio de un plebiscito o mediante el nombramiento democrático de representantes (Rodríguez, 2002: 419). En este caso, el sujeto sede su autonomía individual a quienes le representarán como parte de una colectividad. Esta fórmula de representación han aplicado y aplican los organismos internacionales para incorporar en el derecho internacional normativas de uso universal, como la Carta de Naciones Unidas de 1948, en cuyo Preámbulo se deja constancia de que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad e igualdad de derechos para los seres humanos. En el artículo 17 se establece el derecho a la propiedad colectiva y en el 29 se establece que toda persona tiene “deberes respecto de su comunidad, puesto que solo en ella puede desarrollarse libre y plenamente su personalidad”. El concepto de comunidad identifica una forma de asociación de los pueblos que configura un conjunto de valores de trascendencia en la vida de los seres humanos, como es la cultura, la lengua, la historia y tradiciones. (Declaración Universal de los derechos humanos, 1948). La Carta de Naciones Unidas, considerada como el instrumento jurídico emblemático a nivel mundial, establece claramente principios que afirman derechos colectivos (López Calera, 2000: 38). Esta misma posición la comparte Pareck (2005: 318), quien considera que “los individuos pueden poner en común sus derechos o cederlos a la colectividad que plantea demandas propias. Según este autor, todo derecho se legitima por su contribución al bienestar humano.

Los derechos colectivos en Ecuador fueron aprobados en el seno de una Asamblea Constituyente por pedido de los representantes indígenas en el mes de julio de 1998. Asumiendo que dicha representación se legitimó a través de un proceso de elección democrática, los derechos tendrían validez en cuanto la voluntad del macro sujeto (minorías indígenas) está depositada en los asambleístas. Pero los representantes indígenas que asistieron a la Asamblea del año 1997 no lo hicieron en representación de las “nacionalidades” o grupos étnicos sino en representación de la sociedad en su conjunto. Si tuviera que validarse esta representación democrática, habría sido necesario que el Estado programe la representación de las minorías nacionales, previo a un proceso de elección en cada grupo organizado. En otros términos, no existe el titular de derechos, aunque puede alegarse que esta potestad recayó en el órgano legislativo Asamblea.

Al no existir titular de derechos se sobreentiende que los mandatos, potestades e inmunidades aprobadas en los artículos 83, 84 y 85 de la Constitución, no tienen legitimidad por la ausencia de un titular que se obligue a cumplir las correspondientes atribuciones de manera individual y autónoma. Este vacío trae algunos conflictos a la hora de su aplicación, como el que ha provocado el Artículo 84, numeral 10, que faculta a los pueblos indígenas a mantener, administrar y gestionar los bienes de su patrimonio cultural e histórico. El caso tiene algunos antecedentes en el monumento arqueológico de Ingapirca (El Comercio, “La recuperación de las piedras de Ingapirca sigue en espera”, 16, XI, 2006).

A partir de 1966 se inició un proyecto de investigación y conservación patrocinado por el Estado, a través de la creación de la Comisión del Castillo de Ingapirca, entidad pública y de carácter multisectorial que tenía a su cargo las tareas relacionadas con este monumento. En términos generales, estas ruinas arqueológicas han sido investigadas adecuadamente, aparte de que se ha planificado su mantenimiento y aprovechamiento para fines educativos y turísticos. Por diferentes razones, desde el año 2000 la administración de este bien del Patrimonio Cultural de la nación pasó a control del Instituto Ingapirca, organismo dirigido por representantes indígenas cañaris, que argumentando un derecho constitucional, reclamó para sí la exclusividad de la gestión de un testimonio arqueológico que le pertenece al Estado. En efecto, el Art. 84 de la Constitución Política vigente, permite a los pueblos indígenas “Mantener, desarrollar y administrar su patrimonio cultural e histórico”.

La gestión del monumento de Ingapirca ha sido cuestionada por sectores organizados de la parroquia del mismo nombre desde hace dos años (2004), en que se produjeron enfrentamientos y acciones de hecho que a la final perjudicaron al Bien Cultural y a la ciudadanía. La falta de acuerdo en la administración revela la existencia de una confrontación de profundas raíces (Identidad mestiza vs. Identidad indígena) que no se ha superado por las posiciones extremas de sus actores, obligando al Estado a asumir la administración de manera temporal, aunque legalmente puede hacerlo de forma definitiva.

Esta claro que el tema de fondo es el derecho colectivo antes citado, cuyo texto, igual que el resto de derechos colectivos, creó una ambigüedad de mandatos difíciles de aplicar. Si las organizaciones indígenas reclaman Ingapirca es porque saben que genera más de cien mil dólares de ingreso al año. Si se tratara de cumplir el mandato constitucional y de reconocer que todo testimonio arqueológico es herencia aborigen, deberían también reclamar la administración de los innumerables vestigios monumentales prehispánicos que existen en el país. Incluso, entendido el derecho colectivo de una manera tajante, deberían estar a cargo de todos los museos en los que se conservan objetos de época antigua.

En la teoría general de los derechos se consagra el principio de que éstos se atribuyen a un sujeto moralmente responsable de cumplir sus obligaciones de manera individual, que en el presente caso no existe, pero este macro sujeto “comunidad cañari”, podría reclamar también la administración del Parque Arqueológico de Cochasquí o del Museo del Banco Central del Ecuador. El vacío en este filtro de análisis es la ausencia de titular de derechos. Se puede argumentar que el titular es un ente colectivo al cual se le ha delegado democráticamente la representación, pero hemos señalado que dicha representación engloba a la sociedad en su conjunto y no particularmente a los pueblos indígenas.

De lo anterior se desprende que a la hora de aplicar los derechos colectivos se entra en conflicto con otras disposiciones de la Constitución Política. En efecto, en el caso analizado, el derecho colectivo se contrapone al mandato establecido en los artículos 3 y 62 de la Carta Magna, que reconoce que los Bienes del Patrimonio Cultural de la nación pertenecen al Estado, el cual está en la obligación de investigarlos, conservarlos y administrarlos. Cuando se trata de cumplir con este mandato, se sobreentiende que en la gestión del Patrimonio Cultural no existe una preferencia para que sean indígenas, mestizos o negros los que lo cumplan. Se establece la normativa institucional, al margen de cualquier implicación étnica. Mientras que el derecho colectivo en el cual se basan los indígenas para demandar la custodia y el manejo de Ingapirca, apunta a considerar a este Bien Cultural como un símbolo exclusivo de la identidad indígena, cuando en el concepto general, es un símbolo de la identidad o nacionalidad ecuatoriana. Verlo de otra manera, sería considerarlo como símbolo de la “nacionalidad” indígena Cañari. Las consecuencias de este conflicto son múltiples. Empiezan por la ilegitimidad del derecho colectivo, su inaplicabilidad y, sobre todo, la vía de consolidación de lealtades duales. Si la nacionalidad exige de sus ciudadanos una lealtad a la nación, a la patria, a través de la aprobación de derechos asimétricos se contribuye a la existencia de otras lealtades que debilita la que debería ser general a todos los ciudadanos. Esta es, entra otras, la causa del enfrentamiento entre pobladores cañaris y mestizos.

Otro ejemplo que demuestra una contradicción entre los derechos colectivos (Art. 84, numerales 4 y 5 de la Constitución) con las acciones soberanas del Estado, constituye el ya largo conflicto entre la comunidad indígena de Sarayacu y el Ministerio de Energía y Minas. Los habitantes indígenas de esta zona de la provincia de Pastaza rechazan por completo las labores de exploración y explotación petrolera (Ojeda, 2005: 192 y SS) y solicitan que Sarayaku sea territorio excluido a perpetuidad de la actividad petrolera. El derecho colectivo que ampara esta postura es aquel que manda: “Ser consultados sobre planes y programas de prospección y explotación de recursos no renovables que se hallen en su tierras y que puedan afectarlos ambiental o culturalmente” (Constitución Política del Ecuador, 2004). Más allá de que pueda ser justificado las afectaciones ambientales, lo objetivo es que el Estado no ha podido incorporar la riqueza petrolera del subsuelo de esta parte del territorio nacional, por oposición de una comunidad indígena.

Variable normativa
Se discute cuál es la importancia moral de ciertos grupos humanos y si esa importancia o la circunstancia en la que se encuentran justifican la asignación de derechos de grupo.

Las distintas apreciaciones sobre la forma de viabilizar los derechos colectivos han conducido al debate de los filósofos políticos en cuanto a la importancia de la colectividad y de la libertad individual (Kymlicka, 2003: 31). Para los liberales, los individuos deberían ser libres para elegir y decidir su propio concepto de vida buena al margen de cualquier condición heredada. El argumento en esta teoría remarca que el individuo moralmente es anterior a la comunidad y ésta solo importa en cuanto contribuye al bienestar de los individuos que la integran. En la sociedad liberal se otorga primacía al individuo y sus derechos frente a toda imposición colectiva, estableciendo claramente que el espacio público es colectivo y los intereses individuales, privado (Peña, 2003: 236). Es la prioridad lógica del individuo sobre el grupo, consecuentemente el Estado se constituye para servir al individuo y no a la inversa. (Fernández Santillán, 2004: 20).

Los comunitaristas consideran que las personas están incrustadas en roles y relaciones sociales particulares. Estas voluntades individuales no conforman ni replantean el concepto de vida buena, por el contrario heredan un modo de vida que define lo que es bueno para ellos. Es decir que los comunitaristas consideran a los individuos como productos de las prácticas sociales, en tanto los individuos no pueden entenderse al margen de la comunidad a la que pertenecen, de su cultura y tradiciones “y que la concepción del bien compartida por sus miembros es la base de sus reglas y procedimientos políticos y jurídicos” (Peña, 2003: 238).

En el contexto de cada una de estas posiciones se define la aceptación o negación de los derechos de grupo. Para los liberales que aprecian la libertad individual los derechos de grupo son innecesarios, mientras que los comunitaristas consideran que son una forma apropiada de protección de las comunidades frente a los erosivos efectos de la autonomía individual y como un modo de afirmar el valor de la comunidad (Kymlicka, 2003: 32).

Joseph Raz sostiene que la existencia de una comunidad es imprescindible para la identidad de los individuos, y que por lo tanto es un bien intrínseco. Para este autor, como para otros, (Kymlicka, MacCormick y Tamir), los grupos son fundamentales para que los individuos puedan ejercer su autonomía toda vez que otorgan un contexto de opciones dotadas de significado. Entre esas opciones y que tienen un claro interés de grupo, están la lengua y la cultura, que son elementos de la naturaleza humana que tienen valor en tanto existen colectivamente (Rodríguez, 2002: 419).

En estas dos posiciones se advierte una dicotomía entre el individualismo y el organicismo. El primero afirmando la condición autónoma del ser humano, mientras que la segunda subordinando a los individuos al interés colectivo (Fernández Santillán, 2004: 20).

Si desde la posición comunitarista o de un liberalismo redefinido como lo plantea Kymlicka, los derechos colectivos estarían amparando la necesidad de proteger un interés lingüístico, cultural, étnico y de desarrollo autónomo de los pueblos indígenas o minorías nacionales. Esta claro que esas culturas protegidas que proporcionan el horizonte de la vida buena a sus integrantes, no se aplican al resto de la sociedad mayor, consecuentemente los derechos de grupo deberían considerarse como un camino intermedio en el proceso de autoidentificación étnica y luego, en el camino de autogobierno. Esta etapa del reconocimiento como pueblo o “nacionalidad” diferente, deja abierta la puerta para el reclamo de la autodeterminación e incluso de la secesión. Conceder derechos de grupo en el segmento de las minorías nacionales no tiene ningún efecto a la hora de defender el valor moral de una cultura, sino está acompañada esa decisión del ejercicio de autogobierno en espacios territoriales de población indígena concentrada.

El autogobierno y la protección de la cultura de las minorías indígenas, conforman el escenario en que se pueden conceder derechos colectivos, según la teoría de Kymlicka (1996: 61),

Derechos de autogobierno. Tienen que ver con el goce de una cierta autonomía política o control territorial. Una comunidad o grupo, de contar con un derecho de autogobierno, puede controlar su sistema educativo, de salud y de justicia. Así mismo, está en la posibilidad de saber como manejar su territorio, particularmente en lo referente a los recursos naturales. La concesión de esta clase de derechos, en sentido práctico, constituye un extraordinario soporte para el mantenimiento de las formas de vida de los actores de este derecho colectivo, toda vez que garantiza la perpetuidad del disfrute de un territorio ancestral. Sin embargo, es el derecho que mayor conflictividad política genera, por cuanto contraviene con ciertos postulados consagrados en las leyes máximas de los estados, como es la Constitución Política.

Derechos multiétnicos. En el ámbito de la práctica política y en el desempeño social de la población, el reconocimiento de los derechos multiétnicos son los que mejor aceptación tienen y constituyen un derecho totalmente inofensivo a las aspiraciones de
la población mayoritaria. Se refieren a la adopción de ciertas medidas especiales que permitan a las minorías etnolingüísticas conservar, aplicar y transmitir sus prácticas culturales, en el ámbito de sus comunidades. En el concepto de prácticas culturales o formas de vida especifica, se ubican el derecho a comunicarse con el uso de la lengua materna, a practicar sus creencias, a usar sus vestimentas tradicionales, a disfrutar de su bagaje mítico e histórico, sin que exista oposición de ninguna clase de parte de la sociedad y del Estado.

Derechos especiales de representación. La exclusión de las minorías del sistema político de los estados, ha sido reconocida por los mismos en casi todas las latitudes del mundo. En efecto, el reclamo de derechos colectivos, entre otras razones, se fundamenta en la total exclusión que han padecido los pueblos considerados diferentes de la sociedad dominante o mayoritaria. Esta exclusión, por un lado vista con agrado al interior de los grupos, porque ha permitido la conservación de los valores de la cultura tradicional, es al mismo tiempo una de las causas de la marginación y extremo grado de pobreza en que se debaten en la actualidad. Una forma de solucionar la exclusión, es a través de la representación y participación en el Estado, ya sea a través de la posibilidad de ocupar cargos de elección popular, o mediante la representación en ciertos organismos del Estado, de manera permanente, por el hecho de formar parte de las llamadas minorías nacionales.

Estos derechos colectivos o diferenciados, según Kimlycka, pueden ser de doble naturaleza, y los denomina como Restricciones Internas y Protecciones Externas.

Restricciones internas
Se entiende como las acciones que permitan preservar la forma de vida, tradiciones y costumbres del grupo étnico. A través del Estado, una etnia puede restringir la libertad de sus miembros en aras de la solidaridad del grupo. Se deben entender como aquellas limitaciones que se autoimpone un grupo en el campo cultural o religioso, en aras de preservar la continuidad de su grupo en cuanto etnia o nación (1996: 58).

Protecciones externas
Implica las relaciones intergrupales
El grupo étnico o nacional puede tratar de proteger su existencia y su identidad específica limitando el impacto de las decisiones de la sociedad en la que está englobada (Ibíd. 59).
La aplicación de derechos de grupo de acuerdo a la teoría de Kymlicka, se enmarca en el reconocimiento de sociedades multiculturales que demandan también políticas de diferenciación. Es importante hacer esta distinción, porque la diversidad de las sociedades no necesariamente pasa por el reconocimiento del concepto de multiculturalismo. Este término cada vez se restringe a la identificación de acciones y políticas que, por la línea de la protección de valores etnoculturales, establece una separación de los grupos con relación a la sociedad mayoritaria. El concepto opositor del multiculturalismo, de acuerdo a la posición de Sartori (2001: 7 y ss) es el pluralismo de una sociedad abierta, en la que el Estado ofrece protección no solo al “nosotros”, sino también a los “otros”. En una sociedad pluralista se respeta la multiplicidad cultural con la que se encuentra pero no está obligada a fabricarla. El multiculturalismo separa, es agresivo e intolerante y fomenta la hostilidad entre las culturas (Ibíd. 32). Ha operado en contra de la lucha por la injusticia social, ha desviado la atención frente a los problemas fundamentales como el desempleo, la pobreza, la demanda de vivienda y la baja calidad de los servicios públicos (Fernández Santillán, 2004: 27; Aznar, 2006). El pluralismo aprecia la diversidad y la considera fecunda, pero no acepta que todas las culturas tengan igual valor. El multiculturalismo hace visibles y relevantes las culturas que después gestionan con fines de separación o de rebelión (Sartori, 2001: 88). En el esquema de la sociedad abierta y pluralista de Sartori los derechos del ciudadano son tales porque son iguales para todos, mientras que en el multiculturalismo son para las minorías culturales que desembocan en un sistema de tribu, en separaciones culturales desintegrantes, no integrantes. (Ibíd. 103, 104). El pluralismo aboga por la interculturalidad, cuyo ejemplo de aplicación sería la identidad europea, mientras que el multiculturalismo lleva a la balcanización (Ibíd. 128).

Autores como Michelangelo Bovero y Hermanno Vitale (Vitale, 2004) comparten el principio de que las sociedades son básicamente heterogéneas y que la esencia y el valor de la modernidad se centra en el Derecho a la Libertad Individual (Ibíd. 40). Libertad que ha sido puesta en jaque por las reivindicaciones, - declaradas o disimuladas, radicales o moderadas – de una primacía de las culturas sobre los individuos “y esa insidia se vuelve más grave cuando dichas reivindicaciones se declinan en el lenguaje de los derechos colectivos (Ibíd. 42).

Desde la posición estrictamente liberal, Bovero se pregunta: es posible concebir un derecho colectivo, sin que entre en conflicto con la libertad individual? Quién es el colectivo que puede ejercer dicho derecho especial de conservación de la identidad cultural? Cómo ejercerá ese derecho? Cómo se garantiza su aplicación en el futuro? Quién dice que el beneficiario seguirá en su mismo andarivel cultural? Desde esta perspectiva los derechos culturales -el derecho a conservar la propia lengua, las tradiciones, costumbres - se transforman en deberes individuales, que se plantean en sentido contrario a los derechos fundamentales de la libertad (en Vitale, 2004: 42).

Los derechos colectivos presuponen la existencia de un macro sujeto, una comunidad o un grupo que ostenta su titularidad. La cuestión, entonces se desplaza a conocer la definición de tales sujetos. La pertenencia al macro sujeto es involuntaria pero se puede salir de ella. Se pertenece a una cultura, a una lengua, a una religión, pero se puede salir de ella si se quiere. El punto de interés filosófico es saber si es legítimo el cambio de identidad y pertenencia cultural, dado que es posible (Vitale: 2004: 208, 209) adoptar otros estilos de vida, en particular el de la llamada colectividad dominante o mayoritaria. El único derecho en verdad fundamental es el derecho de salida, es decir la posibilidad para el individuo de abandonar la comunidad cuando ya no se reconoce en su forma de vida (Ibíd. 224).

La justificación moral de proteger a las culturas minoritarias o diferentes parece que se convierte en una constante en todas las teorías de la Filosofía Política. Desde el punto de vista del individualismo liberal, está claro que la libertad de elección de la vida buena se realiza en el contexto de una cultura específica. En esto coinciden autores multiculturalistas como Kymlicka y filósofos políticos como Raz. Desde la posición comunitarista, la cultura en sí misma establece el modelo de vida que le conviene a esa colectividad. Por esta misma razón, los derechos de grupo son necesarios para asegurar el espacio de realización de los seres humanos.

Autores como Sartori y Vitale, sin negar el valor intrínseco de las culturas, son partidarios del respeto a las diferencias culturales en el ámbito de una sociedad abierta, pluralista y tolerante, en la que no hay cabida para derechos diferenciados.

En la variable normativa, los derechos colectivos no pasan por su filtro, puesto que hay una controversia no resuelta. El dilema es favorecer las políticas multiculturales que defienden y promueven la diferenciación o las políticas que incentivan la interculturalidad democrática e igualitaria.

En el caso del Ecuador, los derechos colectivos aprobados en la Asamblea Constituyente de 1998 abrieron el camino de las políticas multiculturales. De los 15 derechos vigentes, 7 se refieren a la identidad cultural, aspecto que está consagrado en la Constitución en varios artículos, a más de que estos objetivos referentes a la identidad cultural y religiosa forman parte de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y de otros instrumentos jurídicos internacionales.

Asumiendo que la vía normativa o justificación moral sea aceptada, los derechos colectivos demandan de dos requisitos fundamentales para su aplicación:
  1. reorganización o readaptación de los cuerpos jurídicos internos,
  2. concesión del derecho de autogobierno a las culturas y/o “nacionalidades” territorialmente concentradas en las que constituyan mayoría demográfica. En la teoría de Kymlicka este es uno de los derechos que indudablemente no puede ir separado de los derechos de identidad. Si se acepta el valor intrínseco de una cultura, se debe aceptar el derecho a disponer y controlar un territorio en el cual aplicar sus prácticas de vida tradicionales. La única manera de hacerlo es a través del autogobierno, lo cual supone el reconocimiento, de parte del Estado, de la existencia de una nación con potencial de reivindicar su autodeterminación.
En el ámbito de este análisis, se requiere un enfoque de estudio complementario que permita conocer si esas formas culturales diferentes constituyen naciones y si es legítimo el reclamo de su autodeterminación.

En el ámbito latinoamericano es generalizado el discurso de los pueblos indígenas desde la ideología nacionalista, posición desde la cual no solo se reclama las reivindicaciones sociales y económicas, sino también las de contenido político. En este contexto, cuando la CONAIE adopta la denominación de “nacionalidades” para identificar a las diversas etnias del país, lo hace concientemente de que cada una de ellas constituye una nación de orígenes ancestrales, aunque en la práctica sus miembros reconozcan únicamente a la nación ecuatoriana. El concepto de nación ha sido estructurado partiendo del reconocimiento de rasgos objetivos, cuanto también políticos. En el primer caso corresponde a aquellas definiciones que convierten a la nación en comunidad de origen histórico con rasgos comunes de lengua, cultura y ocupación de espacio territorial. Mientras que en el segundo caso, las definiciones remarcan la conciencia de ser una comunidad moral con función política. Rodríguez Abascal, (2000: 120 y SS) al pasar revista al concepto de nación de los nacionalistas, recoge algunas de las más importantes versiones. Para Max Weber, la nación se basa en la creencia de un grupo de la existencia de la unidad nacional que orienta su acción a la unión política particular. Benedict Anderson opina que las naciones son comunidades que se imaginan a sí mismas limitadas y soberanas. Neil MacCormick afirma que “las naciones son comunidades significativas formadas por grupos de individuos que comparten la conciencia común de ser una comunidad cultural importante, basada en una historia común y en una herencia de usos y tradiciones, lo cual es considerado acumulativamente como la base de la legitimidad del gobierno” (Ibíd.. 121). Para Guibernau, la nación es “un grupo humano consciente de formar una comunidad, que comparte una cultura común, está ligado a un territorio claramente delimitado, tiene un pasado común y un proyecto colectivo para el futuro y reivindica el derecho a la autodeterminación” (Ibíd. 121). De las definiciones anotadas se constata que desde el punto de vista doctrinario, el nacionalismo utiliza el concepto de nación como la comunidad que legítimamente reclama la soberanía y el poder político. Más concretamente lo explica Rodríguez (Ibíd.. 122), cuando dice que el concepto de nación de los nacionalistas es “una unidad básica y necesaria a la que le corresponde legítimamente la titularidad del poder político último sobre cierto ámbito, la soberanía originaria, fuente y origen de los demás poderes y normas y, por lo tanto, es un grupo dotado de autoridad o competencia legítima sobre cierto ámbito”. Bajo esta definición queda claro que el concepto no tiene como finalidad describir lo que es la nación en cuanto rasgos o características objetivas, sino delimitar su significado normativo, aunque los usuarios del concepto lo apliquen a realidades concretas. Consecuentemente, de los enunciados normativos no se puede establecer la verdad o la falsedad, sino su validez o invalidez, su justicia o injusticia o bondad y maldad. A criterio del autor citado, “las naciones no son unidades humanas identificables con criterios empíricos porque lo que se designa con esa palabra es un concepto normativo” (Ibíd. 125).

De lo expuesto se desprende que si se reconoce a los grupos étnicos como naciones, desde el punto de vista moral, se debería declarar su invalidez, toda vez que esta categoría normativa está sosteniendo la nación en la cual se superpone el andamiaje jurídico del Estado. Mientras se mantenga la norma constitucional de que el Ecuador es un Estado unitario, no hay cabida para la viabilidad de más naciones. Desde otra perspectiva, ese Estado unitario ha hecho descansar su soberanía en el “pueblo”, que identifica a la totalidad de habitantes, al margen de su procedencia étnica, lingüística o cultural. Los grupos étnicos, no obstante mantener formas de vida en las que complementan las costumbres propias con las asimiladas en la modernidad, son parte de ese pueblo y de la única nacionalidad posible, la ecuatoriana. Examinado este contexto desde el ángulo del nacionalismo, sin duda que el enfoque es totalmente diferente, toda vez que éste apunta a configurar la legitimidad de la titularidad del poder político. Por extensión, la legitimidad de reivindicar autodeterminación y soberanía.

Variable práctica
Se discute cuáles son los requisitos que deben cumplir ciertos grupos para que los derechos que se predican de ellos puedan ser llevados a la práctica (Rodríguez, 2002: 414).

Los derechos de grupo pueden tener buenas y justificadas razones conceptuales para existir, lo mismo que puede estar apoyado por argumentaciones de contenido moral para defender su aplicabilidad. Sin embargo, las críticas apuntan a denunciar la poca facilidad de aplicación, a más de que pueden acarrear problemas más graves de los que se quiere solucionar. Entre estas objeciones, se anotan:

1. Los límites del grupo no son nítidos. En otras palabras, no existe un conocimiento transparente de quiénes son los integrantes del grupo beneficiario de derechos, lo cual genera al menos dos problemas normativos:
...en un sistema de derechos de grupo, la atribución de beneficios y cargas dependería de la pertenencia a uno u otro grupo. Por lo tanto, los individuos tendrán un fuerte incentivo para tratar de pertenecer a los grupos que reciben más beneficios, pero careceríamos de criterios claros para impedir ese fraude. (Ibíd. 426).
El segundo problema radica en que los esfuerzos por identificar claramente a los integrantes del grupo causa problemas de fragmentación social, “tan graves como los que se tratan de solucionar” (Ibíd. 427).

En el caso del Ecuador, en términos estrictamente demográficos no habría forma de registrar a la totalidad de los integrantes de un grupo etnocultural, a no ser que vivan en un campo completamente cercado en el cual puedan ser contabilizados. En lo cultural, el indicador que se usa para definir la pertenencia a una “nacionalidad” es el idioma, elemento que puede ser abandonado por propia voluntad o por circunstancias externas. Esta particularidad que se explica por el natural dinamismo de toda cultura, configura unos límites poco precisos en los beneficiarios de los derechos.

En la realidad demográfica ecuatoriana se constata que los pueblos indígenas se encuentran organizados en comunas, y tienen una población que para finales de 1990, presenta estos datos (Ibarra, 1992: 55, 56, 57).

Tabla 4. Grupos étnicos por provincia y región (aproximado)
AMAZONIA
PROVINCIA
ETNIA
HABITANTES
COMUNAS
TERRITORIALIDAD
Napo Quechua
47 000 214 CONCENTRADO
Pastaza
Zamora
Morona
Napo Huaorani 1 800 11 CONCENTRADO
Napo Cofán 460 6 CONCENTRADO
Napo Siona-Secoya 700 6 CONCENTRADO
Pastaza Shuar 38 000
240 CONCENTRADO
Zamora Ashuar 2 400
23 CONCENTRADO
Morona
COSTA
PROVINCIA
ETNIA
HABITANTES
COMUNAS
TERRITORIALIDAD
Esmeraldas Awa 1 200
12 CONCENTRADO
Esmeraldas Chachi 4 000
22 CONCENTRADO
Pichincha Tsachila 1 200
8 CONCENTRADO
SIERRA
PROVINCIA
ETNIA
HABITANTES
COMUNAS
TERRITORIALIDAD
9 provincias
Quichua 2 044 551
1 334
DISPERSO

Total población indígena: 2 141 314 habitantes.

La cifra de población registrada para finales de los años 90 sobrepasa en más del 50 % a la registrada en el último Censo (el 6.83 % de población indígena corresponde a 830 296 habitantes), dato que podría indicar que la población perteneciente a las comunas no necesariamente es indígena o que a la fecha del censo, más del 50 % de esta población se autoincluyó en el segmento de población mestiza. Este segundo criterio es bastante probable, si analizamos algunos casos, por ejemplo, que en los últimos años, la población del Ecuador esta más densamente concentrada en las ciudades que en el campo (Vázquez y Saltos, 2006: 137). La participación de campesinos e indígenas en espacios urbanos se justifica por la mayor oferta de fuentes de trabajo, que van desde la industria de la construcción, el servicio doméstico y las ventas ambulantes. La inserción de la población indígena en la ciudad, trae consigo un cambio en los comportamientos culturales como la adopción de una vestimenta de corte occidental y por cierto que el idioma nativo entra en un proceso de uso limitado, toda vez que el tiempo de contacto con la familia se reduce. Otro factor que podría explicar la baja autoidentificación indígena en el Censo, está en la tradicional exclusión del mestizo hacia lo indígena, al extremo de que esta percepción presiona en la conciencia indígena para dejar de ser tal, o al menos exteriorizar un comportamiento que le induzca a experimentar un “asenso” social para dejar de ser sujeto de marginación y exclusión. Es harto conocido en el medio social ecuatoriano, que el adjetivo “indio” tiene una connotación de rechazo a más de que su uso lleva una carga de insulto y agravio peyorativo. Para quienes han soportado este trato durante siglos, no será un obstáculo salir de ese círculo, si las condiciones socio económicas lo permiten, como en efecto ocurre a causa de la migración interna y externa. El asenso en la escala social no solo esta marcado por el cambio en la cultura, sino también en la decisión de adoptar los moldes de vida de los otros, como el acceso a los medios de comunicación, el educar a los hijos, hacer amigos de su comunidad y por cierto, mantener sus vínculos afectivos y sociales con sus lugares de origen.

El tema demográfico con orientación étnico-cultural no dispone de cifras exactas, vacío que impide conocer a ciencia cierta cuál es el colectivo de aplicación de los derechos de grupo. También se debe advertir que únicamente en la Amazonía y en la Costa es factible identificar a grupos étnicos territorialmente concentrados en áreas entregadas por el Estado como propiedad comunal. Este patrón de asentamiento no descarta la presencia de habitantes de otras etnias o colonos blanco-mestizos, como efectivamente he constatado en los últimos años. En cambio en la Sierra, los indígenas quechua hablantes tienen un patrón de asentamiento territorialmente disperso, en el sentido de que sus tierras comunales se encuentran en medio de propiedades o asentamientos blanco mestizos. De hecho todos o casi todos los núcleos urbanos andinos están habitados por población multiétnica y bilingüe (quechua-castellano).

La Constitución del Ecuador en su artículo 85 (2004: 68) dispone que los derechos colectivos se apliquen también a los pueblos negros o afroecuatorianos, “en todo aquello que les sea aplicable”. Es una declaración muy ambigua que puede significar el beneficio de todos o de ningún derecho. Para empezar, los negros no están considerados como “nacionalidad”, sino como pueblo. Su densidad demográfica representa el 4.97 % de la población y habitan en todo el territorio nacional, aunque existen dos provincias con alta densidad demográfica históricamente afroecuatoriana. Esmeraldas (Costa) e Imbabura (Sierra). En términos culturales, la población negra conserva una identidad propia que le remite a sus orígenes africanos pero se encuentra fuertemente insertada en la sociedad mayor. Igual que la población indígena, es víctima de la pobreza, desatención del Estado, discriminación y racismo.

2. Polietnicidad de los grupos. Muchos de los grupos para los que se reclaman derechos albergan otros grupos en su interior identificables con el mismo criterio. El caso más conocido es el de Québec, provincia en la que habitan no sólo francófonos sino también pueblos indígenas como los inuit y, además, anglófonos. Si un grupo tiene derechos, los demás que comparten las mismas características relevantes deben gozar de igual tratamiento. En esta situación de diversidad, más que demográfica, étnica, es que los derechos de unos chocan con los de otros grupos y pueden resultar parcial o totalmente incompatibles (Ibíd. 427). Para que funcionen los derechos de grupo, previamente deben existir reglas que gobiernen o destraben estos conflictos. Más aún, se debe reconocer que si el principio es dar igual tratamiento a todos los grupos, prácticamente todos los países del mundo tendrían que proceder igual, puesto que no hay rincón del planeta que no tenga poblaciones diversas en lo étnico, cultural o lingüístico.

El mismo argumento utilizado en el numeral anterior explica la condición heterogénea de las culturas indígenas actuales. En un espacio geográfico históricamente reconocido como territorio de una etnia, ahora habitan dos y tres, a más de pobladores blanco mestizos que estarían fuera del ámbito de los beneficios de los derechos colectivos. Es decir que la discriminación que supuestamente soluciona los derechos colectivos, se volvería a repetir.

3. Todo grupo está compuesto de miembros de otros grupos que lo cruzan transversalmente. Esta observación señala que al interior de los grupos es factible encontrar otros que igualmente serían objeto de derechos más específicos aún. Se refiere a que en el interior de los grupos culturales también se encuentran una amplia gama de sub grupos, como los gays, lesbianas, ancianos, pobres, ricos, etc.
... al atribuir derechos a todos o a algunos de esos grupos es preciso organizar un complejo sistema de prioridades en caso de colisión de derechos. Establecer un sistema que respete simultáneamente los derechos de todos y que resuelva las posibles colisiones no parece tarea sencilla. En cambio, articular la respuesta a los problemas de todas esas personas desaventajadas en términos de derechos individuales parece menos complicado (Ibíd. 428).
4. Los grupos son dinámicos. Este es uno de los aspectos más importantes a la hora de identificar a las culturas indígenas, toda vez que al momento del reconocimiento pueden demostrar pertenencia a una cultura diferente, pero en el transcurso de tiempo esas culturas se mezclan, cambian e incluso pueden desaparecer. Cuando esto ocurre, los derechos de grupo ya no tendrían razón de ser. Vitale (2004: 227) se pregunta sobre este tema:
  • Cuándo una cultura se encuentra en extinción ?
  • Es suficiente que una parte o la totalidad de sus miembros la consideren en tal situación ?
  • Cómo distinguir a las culturas oprimidas de las que están llegando a su ocaso?
  • Por qué todas las culturas, sin distinciones, merecen ser conservadas?
  • Dado que las culturas se transforman ¿Cuál es el momento que debe eternizarse como “formas auténticas”
Si los titulares de derechos cambian en la esencia de los valores por los cuales están protegidos, también cambiaría la razón de ser del macro sujeto.

Los grupos étnicos no mantienen su cultura congelada, sino más bien la readaptan permanentemente a las condiciones socio económicas del momento histórico. Se trata por lo tanto de culturas dinámicas que se transforman, se mezclan con otras y pueden incluso desaparecer. Los titulares de derechos de grupo pueden demostrar tal condición en el momento de ser reconocidos como grupo, pero en el transcurso del tiempo cambian, se mezclan e incluso pueden desaparecer como colectividad. Resulta, por lo tanto, absurdo y poco conveniente conceder derechos a titulares cambiantes y que están en permanente transformación. Al hacerlo se estaría favoreciendo, sin ninguna justificación, la actual distribución de mayorías y minorías, aparte de que se limita el libre ejercicio de la voluntad de los miembros.

5. Tratar de definir con precisión a estos grupos genera problemas de suprainclusión e infrainclusión. Se debe entender esta crítica cuando algunos individuos que no deberían pertenecer al grupo, están en él, mientras que otros que han quedado fuera deberían estar incluidos. Esta es una las mayores dificultades para saber, con nitidez, qué grupos y de qué amplitud son los que reciben los derechos. Otro factor que agudiza este problema es que con frecuencia se está utilizando dos criterios diferentes al reconocer el derecho de grupo. Uno para justificar el beneficio y otro para identificar al beneficiario.

Puede ocurrir que al interior de los grupos culturales se adscriban individuos que no pertenecen al mismo o que individuos que debiendo estar dentro del grupo, no lo están. Tratándose de formas de organización nativa de raíces ancestrales, nada raro sería que se imponga la voluntad de una autoridad étnica sobre la inclusión o exclusión de uno o varios miembros en el grupo, cultura o “nacionalidad”. Esta probabilidad confiere poca nitidez a la definición de los beneficiarios de derechos colectivos.
Así, en algunos derechos de grupo el conjunto de personas que queda seleccionado por la razón usada para apoyar el derecho (por ejemplo, “sufrir una desventaja”) no es idéntico al conjunto de personas seleccionado por el criterio usado para delimitar al grupo (por ejemplo “pertenecer a una cultura”). El resultado suele ser, en cambio, dos conjuntos secantes de individuos.
CONCLUSIONES
A lo largo de este trabajo se ha realizado un análisis de la legitimidad de los derechos colectivos en el contexto de la Filosofía Política, disciplina que no obstante ser teórica aspira a esclarecer moralmente las cuestiones sociales, capaz de que sus contenidos puedan ser llevados a la práctica. Es importante remarcar que en el ámbito de las ciencias sociales, el Derecho aporta el valor de la legalidad de una norma, la sociología y la antropología el valor de la objetividad de su aplicación en una realidad social y la Filosofía Política aporta con el valor de la legitimidad o justificación moral. Enfrentar este análisis no significa desconocer la necesidad de superar la exclusión de las minorías étnicas, como tampoco significa desatender sus reivindicaciones. Si tendríamos entre manos los fundamentos de la validez de los derechos de grupo, éste no sería un tema de discusión, toda vez que habría el general consenso de que se trata de un camino que busca el bien y la justicia. Lamentablemente, los derechos colectivos a la luz de las consideraciones expuestas en páginas anteriores, demuestran que son ilegítimos en su aspecto normativo, conflictivos en su aplicación y jurídicamente ilegales. Tan ilegales son que han merecido el calificativo de “antesala de la barbarie” (Pérez Royo, El País,17-12-1998) porque desconocen el principio de que los sujetos de una relación jurídica sólo pueden ser los individuos a través de su voluntad. “La voluntad colectiva no existe, no puede existir. La voluntad es patrimonio exclusivo del individuo. Y no hay manera de pasar de la voluntad o, mejor dicho, de las voluntades individuales a la voluntad colectiva. Por esta razón los derechos colectivos son un disparate. Políticamente son la antesala de la barbarie” (Ibíd.).

Si la situación de desventaja socio económica que soportan los pueblos indígenas es considerada como una causa histórica para justificar la existencia de los derechos colectivos, significaría aceptar eternamente que la pobreza, marginación y exclusión son el producto del pasado, de las sociedades muertas, lo cual no tiene visos de lógica comprensiva. Es demostrable que a lo largo de la historia republicana del Ecuador las elites políticas y económicas han mirado con desprecio al sector indígena e incluso lo han ocultado intencionalmente para beneficiarse de su fuerza de trabajo. Las acciones de gobierno durante los últimos 170 años de vida republicana se han planificado y ejecutado para beneficio de sectores socio económicos dominantes, en detrimento de los intereses de las grandes colectividades. No es por lo tanto la actualización del pasado la medida que pondrá término a esta situación de injusticia sino la acción de la gente de hoy que tiene la posibilidad de reclamar una nueva estructura del Estado sobre la base de la simetría de derechos en el contexto de una sola lealtad e identidad nacionales. Si la corriente contraria prevalece, entonces la lógica del pensamiento pone por delante la vigencia de unas naciones imaginadas frente a la objetividad de unos ciudadanos reales. En el mismo andarivel, cabría decir que para el nacionalismo étnico es más valioso reivindicar unos entes políticos milenarios, pero desaparecidos, que la necesidad de solucionar las desigualdades socio económicas en el contexto de un nacionalismo cívico, democrático y libre.

Resulta muy frágil el sustento histórico de la existencia de “nacionalidades”, trece de acuerdo a la CONAIE, cuando en el fondo lo que caracteriza a la sociedad ecuatoriana contemporánea es la diversidad étnica, que en el mejor de los casos tiene unos orígenes prehispánicos homogéneos. No está demás señalar que en el caso de la Sierra, desde el punto de vista antropológico identificamos una sola etnia, la quichua, cuyos antecedentes culturales y lingüísticos nos remiten a la ocupación incaica de finales del siglo XV y comienzos del XVI. Así lo admiten los estudios antropológicos que reconocen que:
A pesar del diferente grado de contacto y forma de inserción en la sociedad ecuatoriana la población indígena de la Sierra conforma y se identifica con la nacionalidad Quichua en la medida que comparte: una lengua común, que a pesar de ciertas diferencias les permite la correcta comunicación; una cosmovisión que matiza y da sentido a todos los ámbitos de la vida, una de cuyas expresiones es la relación armónica entre el universo, la tierra y el hombre (Benítez y Garcés, 1986: 161).
La supuesta argumentación de las diferencias en el caso de las etnias de la Sierra, no pasa de una caracterización que resalta precisamente lo diferente y oculta lo similar. Es más que conocido que los Andes exteriorizan unas prácticas culturales muy similares, no obstante que algunos grupos mantienen como símbolo distintivo el uso de trajes propios. A más del vestido, se advierten en el medio andino indígena, la preeminencia de festividades y tradiciones con mayor o menor intensidad, producto de la influencia hispánica, vía evangelización y adoctrinamiento religioso. Lo común es más abundante que lo diferente, no solo porque son parte de un mismo proceso histórico sino porque a lo largo de los siglos se han adaptado y desarrollado estrategias de producción adecuadas al medio físico que habitan. Desde la etnohistoria se ha calificado este modo de acceso a los recursos naturales en los Andes del Ecuador, con el nombre de Microverticalidad, (Oberem, 1978: 131 y SS) modalidad de complementariedad ecológica que funcionó antes de la presencia europea, y con adaptaciones modernas, después. En este caso, el modelo que particulariza la economía del mundo indígena, desde tiempos prehistóricos, es reconocido como de tipo comunitarista. Así lo reconoce la CONAIE, cuando afirma que:
Las Nacionalidades y los Pueblos practicamos el modo de vida comunitario, desde el surgimiento de nuestra sociedad colectivista- comunitaria.
El comunitarismo es la forma de vida de todas las Nacionalidades y los Pueblos basada en la reciprocidad, solidaridad, igualdad y autogestión; es decir, un sistema socioeconómico y político de carácter colectivo en el que participan activamente todos sus miembros.
Nuestro Sistema Comunitario se ha ido adaptando a los procesos económicos y políticos externos, se ha modificado pero no ha desaparecido, vive y se lo practica en las Nacionalidades y Pueblos cotidianamente, dentro de la familia y comunidad.
El modelo de sociedad que propugnamos, es una Sociedad Comunitaria. La economía de la Nueva Nación Plurinacional será la propiedad familiar-personal, comunitaria-autogestionaria, Estatal y mixta. CONAIE, 2001: 4, subrayado mío)
“La plurinacionalidad se sustenta en la diversidad real e innegable de la existencia de las Nacionalidades y Pueblos del Ecuador con entidades económicas políticas y culturales históricas diferenciadas” (Ibíd. 5). Esta afirmación que consta en el Proyecto Político de la CONAIE es contradictoria con el principio unificador del sistema político-económico comunitarista que dicen practicar todas las “nacionalidades”. De lo dicho se constata que la “diferencia” que se subraya en el discurso nacionalista étnico, no pasa de ser eso, un discurso.

No obstante esas pequeñas diferencias de las etnias del medio andino, como el vestido o las fiestas, éstas configuran el contexto identitario particular que se sumerge en la identidad ciudadana, dejando en segundo plano el valor de las prácticas culturales tradicionales. En este caso, la identidad ciudadana sobresale como una identidad civil compartida también por afro descendientes, mestizos, blancos y cholos. Si esta identidad civil es el medio por el que se liga a los habitantes al Estado, no se entiende porque unos grupos, en atención a la diferencia étnica, deban tener derechos que no los tiene la mayoría de la sociedad. Si lo diferente es bueno solo por ser diferente, entonces también lo malo es bueno por ser diferente. En este contexto de razonamiento no se deja espacio para la discriminación moral, que puede juzgar también negativo a lo diferente, dejando incólume la supuesta necesidad de conservar y fomentar la diferencia. De este pensamiento ilógico, nace en el ámbito político, la justificación de los derechos colectivos, como derechos que consagran la validez de la diferencia en el marco de políticas multiculturales, cuyo eslabón final propone la legitimidad de la existencia de naciones diferentes y consecuentemente depositarias de derechos de autodeterminación y soberanía. (CONAIE, 2001: 6)

Si se ha consagrado esta visión a través de derechos colectivos, como en efecto están en la Constitución, nada difícil es el reclamo, con igual razonamiento, de derechos para los grupos de lesbianas, transexuales y gays, por el solo hecho de ser diferentes.

La justificación del multiculturalismo y del nacionalismo étnico está en la intencionalidad de mantener el pasado como presente. Conservar el pasado porque tiene unos objetivos instrumentales en el ámbito político, porque a través de este argumento se legitima unas reivindicaciones de soberanía, a más de que la situación de víctimas de un pasado colonial y de explotación, genera unas intencionalidades subconscientes de deseos de venganza y justicia.

La pobreza y marginalidad en el sector indígena, entre otras razones se explica por la reiterada defensa de la supremacía del valor de las “nacionalidades” ancestrales en lugar de la condición de la ciudadanía. En el un caso se apela al supuesto beneficio de la “comunidad”, mientras que en el otro al de la justicia y libertad. Mientras en el modelo de las políticas del multiculturalismo se afianza la diferenciación con los derechos asimétricos de por medio, en el modelo de sociedad abierta y pluralista se propone el respeto a las diferencias y la vigencia de derechos simétricos.

Las reivindicaciones de los pueblos indígenas con miras a la superación de su estado de pobreza, marginalidad y exclusión se vuelven cada vez más lejanas mientras se mantenga la política de las diferencias en lugar de la política de la igualdad. A lo largo de la experiencia de los últimos 25 años se constata que el Estado ecuatoriano ha seguido fielmente las demandas de las organizaciones indígenas, en cuanto a ser considerados como grupos diferenciados, sujetos de un tratamiento discriminatorio en comparación con la sociedad mayor. Esta actitud de refugio de los grupos culturales en la diferencia o en los “valores étnicos” no ha permitido que los pueblos indígenas se incorporen, sin dejar de ser lo que son, a los beneficios que tienen derecho como ciudadanos. En este último caso, respetando la pluralidad cultural a través de políticas de integración en lugar de las tradicionales de asimilación. El uso del discurso nacionalista y el sobredimensionamiento del valor de las “nacionalidades” ancestrales ha conducido a una práctica permanente de oposición al Estado, generando una aparente sociedad dividida por cuestiones étnicas, cuando en el fondo la división y exclusión está marcada fundamentalmente por la marginalidad socio-económica que padecen desde mucho tiempo atrás.

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Última actualización el Martes, 15 de Septiembre de 2009 07:59